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Por: Pbro. Augusto Salcedo
Frente a la realidad de la muerte, el hombre en cuanto criatura de Dios se da con un límite humano natural. Esta situación entraña una variedad inmensa de sentimientos y no pocas visiones u opiniones acerca de una realidad que trasciende la vida humana. En una sociedad en la que prevalece la cultura del bienestar, que da lugar a técnicas que prolongan la vida o donde encuentran buen espacio un amplio abanico de estrategias de cosmética, la muerte produce tristeza, es temida, no querida ni esperada, pues determina el final terreno de la vida, el fin de un disfrute que por momentos se cree humanamente eterno.
En el Señor Jesucristo encontramos una respuesta a la muerte: Él es el que vive para siempre. La respuesta de los ángeles a las mujeres en el sepulcro: «No está aquí… ¡Ha resucitado!» (Lc 24,6) es el mensaje que viene a iluminar nuestros cuestionamientos sobre la muerte; cuestionamientos muchas veces tristes, angustiosos, errantes; cuestionamientos que encuentran su sitio en el Corazón de Dios.
Por pura misericordia, el Padre celestial ha querido acompañar a sus hijos ante la crudeza de la muerte. Lo hizo con amor eterno, por medio de su Hijo Jesucristo, a través de la Pascua del Vencedor de la muerte y del pecado. De una vez para siempre, Él venció al mal que enturbiaba la vida de la humanidad y cerraba las puertas a la eternidad junto a Dios. «Jesús, el Hijo de Dios, sufrió libremente la muerte por nosotros en una sumisión total y libre a la voluntad de Dios, su Padre. Por su muerte venció a la muerte, abriendo así a todos los hombres la posibilidad de la salvación» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1019).
La muerte eterna como consecuencia del pecado ya no tiene sitio en la vida de los herederos del Reino. Sí existe la muerte temporal: es decir, la que pone un fin natural a la vida en este mundo pero que por Cristo se abre a una dimensión eterna. Santa Teresita del Niño Jesús y la Santa Faz (1873-1897), frente a la dureza de su enfermedad mortal, expresaba con fe: «Yo no muero, entro en la vida» (Carta, 9 junio 1987). La misma realidad queda expresada en los textos de la Misa de difuntos: «La vida de los que en Ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el Cielo» (Misal Romano, Prefacio I de difuntos). Preciosas y contundentes son las estrofas de la canción La muerte no es el final, compuesta por el sacerdote español Cesáreo Gabaráin (1936-1991), quien también compuso el conocido canto Pescador de hombres que arranca con “Tú has venido a la orilla…”, aquel lugar amigable de Jesús y sus discípulos. La letra de La muerte no es el final fue luego adoptada por las Fuerzas Armadas españolas (1981) para rendir homenaje a los compañeros caídos en el servicio a la Patria:
Cuando la pena nos alcanza / por un compañero perdido
cuando el adiós dolorido / busca en la Fe su esperanza.
En Tu palabra confiamos / con la certeza que Tú
ya le has devuelto a la vida, / ya le has llevado a la luz.