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Por: Hno. José Miguel Villaverde, SSP
Desde que vemos la luz por primera vez estamos aprendiendo: aprendemos a llorar, a respirar solos, a abrir los ojos, a cerrarlos cuando la luz es muy fuerte. Con los años aprendemos a caminar, a hablar y así, hasta llegar a la escuela, compartir con amigos, etc. Toda una vida de aprendizajes. Y quizá los aprendizajes más fuertes son aquellos que recibimos cuando nos chocamos contra la pared, cuando en el misterio de la vida algo nos desconcierta, nos deja perplejos.
Claro que podemos quedarnos en la actitud de ya saberlo todo, de que, en vez de aprender, todo lo veamos como situaciones que nos llegan sin más, sin propósito, sin posibilidad de sacarle el lado positivo, la lección, lo que quizá la vida me quiso decir con esto o aquello. Nos cegamos, nos cerramos, nos victimizamos.
En cambio, ver la vida con ojos de discípulo, puede ser una hermosa oportunidad: ¿Qué me dice esto a mí? ¿Qué palabra fundamental me comunica tal suceso o tal persona? ¿Dónde debo pararme para mirar con calma? ¿Estaré viendo todo desde su justa dimensión?
Discípulos de la vida y sobre todo de Aquel que, desde la fe, reconocemos como Maestro. Ese Maestro que desde la cruz dice: “Nde pope che Ru, amoï che rekove” (Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu).
Entonces dices:
Maestro Jesús, con toda mi vida entro en tu escuela;
ilumina mi mente con tu Verdad;
mueve mi voluntad para seguir tu Camino;
enciende mi corazón con tu Vida en mí.
Entonces mi oscuridad se volverá mediodía;
veré al niño herido del hermano que me hace sufrir;
protegeré a mi niño interior de cualquier voz extraña a la tuya;
podré extender mi mano, soltar las armas y abrazar, romper el yugo de tanto odio y mi vida podrá fructificar.
Y contigo decir al Padre: “Nde pope che Ru, amoï che rekove”