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Por: P. Fernando Teseyra, SSP
Pascua es el paso de la muerte a la vida, de la oscuridad a la luz. Para san Agustín, es el “tránsito de Cristo y el nuestro, de aquí al Padre; de este mundo al reino de los cielos; de la vida mortal a la vida definitiva; de la vida terrena a la vida celestial; de la vida que se deteriora a la que no se deteriora; de la familiaridad con las tribulaciones a la seguridad perpetua”. “Tránsito” es la clave para pensar hoy sobre Pascua y su influencia en la historia.
Corresponde, en primer lugar, a la Iglesia apropiarse de la vida nueva regalada por su Dios y Señor. La acción de la vida del Resucitado es hacer transitar a la Iglesia de la repetitividad a la búsqueda de la novedad en las formas de evangelizar. Y hoy ella debe transitar el camino de la prepotencia a la humildad para dialogar con la humanidad con la cual comparte la vida. En la Pascua se abren caminos nuevos a la pasión eclesial por la misión, la pasión por humanizar y la pasión por ser fiel al Espíritu del Resucitado.
Jesús resucitó por nosotros, para llevar vida donde había muerte, para comenzar una nueva historia que había sido clausurada. Inspirado en esta luz pascual, el papa Francisco anhela que “no cedamos a la resignación, no depositemos la esperanza bajo una piedra. Podemos y debemos esperar, porque Dios es fiel, no nos ha dejado solos, nos ha visitado y ha venido en cada situación: en el dolor, en la angustia y en la muerte. Su luz iluminó la oscuridad del sepulcro, y hoy quiere llegar a los rincones más oscuros de la vida” (11/04/2020).
Pascua es el tránsito de lo bueno a lo mejor, siguiendo la luz del evangelio. Aceptar esta realidad es entrar en una dinámica de la novedad y del cambio. Es lo que la Iglesia, nacida el día de la pascua de Jesús, hizo y es lo que le permitió llegar a sus contemporáneos. Hoy ese tránsito es entrar en la cultura de la vida y dejar la muerte que amenaza al ser humano, y desde ahí ayudar a que la vida nueva comience a florecer hecha diálogo, justicia y solidaridad.