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Por: Pbro. Celso Torres
Algunos años atrás, la Exhortación apostólica "Verbum Domini" resaltaba que la Palabra de Dios nos sitúa ante el «misterio de Dios que se comunica a sí mismo mediante su palabra». Se trata de una comunicación que brota de una iniciativa gratuita y amorosa de Dios, que se ha realizado a través de diversas personas y acontecimientos, pero esencialmente con la Encarnación del Hijo de Dios (Jn 1,14).
Si bien la Palabra de Dios nos llega en forma oral y escrita, esta vez subrayo la Sagrada Escritura, en la cual está contenida la economía del proyecto salvífico de Dios a favor de la humanidad, que se fue revelando paulatinamente a través del tiempo y de los diversos géneros y estilos literarios, según sus propios sistemas de expresión y comprensión.
Sin duda alguna, la Palabra de Dios es la fuente que nutre y edifica una auténtica y verdadera espiritualidad cristiana. De este modo, con justa razón, ilumina y anima toda la vida eclesial como la pastoral, la liturgia, la vocación, la catequesis, la formación de los cristianos laicos y otras dimensiones de la Iglesia.
Asimismo, todos los creyentes estamos invitados a comprender «la necesidad de traducir en gestos de amor la Palabra escuchada, porque sólo así se vuelve creíble el anuncio del Evangelio, a pesar de las fragilidades humanas que marcan a las personas» (VD 103).
Desde la Escritura, es posible clarificar que la caridad (agápë) no se reduce al mero concepto, acuñado en la mentalidad popular, de dar limosna, sino que fundamentalmente se expresa como el amor al prójimo que tiene su fuente en Dios (Rm 5,5), en el Hijo (Ga 2,20), en el Espíritu Santo (Rm 5,5) y es también la prueba del amor de Dios (1 Jn 3,17).
Ciertamente, exige la entrega de sí mismo, el servicio, la ayuda (Ef 4,2). El amor al prójimo, objeto del mandamiento supremo, unido al del amor a Dios (Mt 22,39), se prueba por el cumplimiento de los mandamientos (Jn 14,15), resumen de toda perfección (Col 3,14), y se extenderá en la visión y posesión de los bienes eternos (1 Co 2,9).
Bellamente la caridad se sintetiza en esta descripción: «La caridad es paciente, es amable; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su propio interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta. La caridad no acaba nunca» (1 Co 13,4-8).
En la actualidad, un gesto de caridad sería la responsabilidad de asumir el protocolo sanitario. Es decir, cuidándose uno mismo, protege la salud y la vida de los demás.