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Por: Hno. José Miguel Villaverde, SSP
Mucho se ha dicho, se ha pensado y se ha imaginado en torno de María Magdalena. Como santa, como personaje bíblico, como discípula del Señor y ahora último, con más fuerza que antes, como apóstol de los apóstoles. Se la ha identificado con una pecadora pública, e incluso, los más osados, con una relación particularísima con Jesús, al punto de romantizar su seguimiento de Cristo. Sin embargo, remitiéndonos a los datos bíblicos que la mencionan, la encontramos como la mujer de la que fueron expulsados siete demonios (Lc 8, 2), que encabeza la lista de mujeres que siguen al Señor (Mc 15, 40), que acompaña al Crucificado (Jn 19, 25) y que es la primera en encontrar al Resucitado y quien recibe la misión de anunciarlo a los demás (Jn 20, 11-18).
Reflexiones basadas en tradiciones antiquísimas, la fueron convirtiendo en una mujer penitente, que vivía en cavernas y por lo cual, en la iconografía aparecerá muchas veces rodeada de instrumentos de antigua penitencia, de una vida consagrada al diálogo con el Maestro, a la unión mística con él y los hermanos. Los textos de las oraciones y lectura propias de su fiesta litúrgica, las cuales son una invitación a la alegría, a la fiesta en torno al Resucitado, a la discípula cuyo llanto le fue convertido en júbilo al ver a su Maestro y Señor, y que recibió la misión de anunciar al grupo de apóstoles (todos ellos varones), que el Amor no podía morir.
El pasaje evangélico del encuentro de María Magdalena con el Resucitado nos invita a mirar una de las escenas más bellas y con más movimiento del Cantar de los Cantares (Ct 3, 1-4), que ha sido elegido para la lectura de la fiesta. Aquí, la que buscaba al “amado de su alma” también lo encuentra, se llena de júbilo, su peregrinar ha tenido sentido, ha pasado el invierno, las lluvias cesan, brota de nuevo la flor, se secan las lágrimas.
Y es aquí que los invito a reflexionar en la figura de la Magdalena en cuanto su ser mujer, su ser discípula, su ser apóstol de los apóstoles. Movida por el amor acude de noche, en medio de los peligros, a buscar el cuerpo de su Señor, para embalsamarlo, para honrarlo; también había perdido la esperanza de encontrarlo vivo, como al grupo de los apóstoles, la había visitado la desolación. El amor la impulsa, el amor entre lágrimas va purificando sus sentidos hasta que escucha la voz del Maestro amado, que la llama por su nombre (Jn 20, 16), ¡Has cambiado mi luto en danza! Dirá el salmista (Sal 30, 12). Este encuentro personal ya no es el mismo que el de antaño, el cuerpo glorioso del Resucitado no puede ser retenido, se vive en una dimensión distinta, acaso de mayor cercanía. Y ese amor no se guarda, se vuelve misión, más allá de que los adormecidos varones apóstoles crean o no, la misión privilegiada de esta mujer no tiene parangón. Quizá su ensanchado corazón de mujer, la hizo aún más permeable de ver lo que muchos de nosotros, con libros y clases encima no podemos ver, experimentar.
María Magdalena, en su fiesta y todos los días, nos anima a ser buscadores de Dios, sin cansancio, de madrugada anhelar al Señor, tener ansia de Él, “como tierra reseca, agostada, sin agua” (Sal 62). Buscarlo también de noche, a pesar de los peligros, de los centinelas. Es María Magdalena la modelo de tantas mujeres apóstoles que, con la fuerza propia de su sexualidad, de su ser mujeres, sostienen la Iglesia con su oración, su servicio, su valentía, su ternura y finezas propias.
Santa María Magdalena, intercede por nosotros para ser testigos alegres del Resucitado, para ser fieles a nosotros mismos y recordar, en todo momento, que el amor nos torna peregrinos.