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Por: P. Denis Báez Romero, SDB
Queridos hermanos, rezamos y meditamos hoy el evangelio según san Mateo 28, 16-20
Invoquemos juntos al que es Camino, Verdad y Vida, diciéndole: Señor Jesús, Tú eres el modelo de discípulo: enséñame a ser un buen discípulo y a cultivar en mi camino buenos discípulos entre mis hermanos. Llévame al encuentro con el Padre, para que yo pueda escucharlo, sentirlo y contemplar su rostro resplandeciente, lleno de bondad infinita. Señor, ¡Quédate con nosotros, hasta el fin del mundo!
En el itinerario litúrgico que estamos recorriendo, la lectura propuesta se refiere a la fiesta de la Ascensión. De muchas maneras se ha intentado explicar el tema del simbolismo de la Ascensión del Señor a los cielos. También nosotros quisiéramos hacer referencia a un monje llamado Guido II (siglo XI), de conducta ejemplar y de una vida interior profunda. Su obra se titula “La escala de los monjes”. En ella describe la vida de oración como una ascensión de cuatro escalones distintos y sucesivos. Hunde sus raíces en las Escrituras. Y nos sirve a nosotros para que podamos comprender nuestra vida espiritual o cómo llegar a la glorificación del encuentro con el Señor en el cielo.
A la Ascensión podemos entenderla como un permanecer con y en el Padre, arraigados en Él, como la vid está unida a los sarmientos. Es como subir con Cristo al “monte” para escuchar su voz, aprender sus enseñanzas, contemplar su rostro resplandeciente. Él, que descendió hasta nosotros por su Encarnación, “hecho carne”, asumiendo en su cuerpo nuestra fragilidad humana, también nos invita a subir al monte para darle gloria. Hoy podríamos decirle: “Nos precediste, Señor, en tu ascensión gloriosa, cuando dijiste: "Dentro de poco ya no me verán, y poco después me volverán a ver, porque voy al Padre". Nos angustiaste y nos llenaste de tristeza, pero nos diste el consuelo de depositar nuestra esperanza y nuestro corazón en tu presencia, aunque no comprendamos tu ausencia, tu subir al Padre de en medio de nosotros”.
La Ascensión de la que hablamos es el encuentro de Cristo con el Padre. Cristo va junto al Padre; Él ya no pertenece más a este mundo, aunque está presente a través de su Espíritu en medio de nosotros. De otro modo, podemos decir que no se ha alejado del todo de nosotros -que no nos quedamos simplemente observando el cielo- sino que permanece de otro modo, dándonos esa fuerza interior que nos hace capaces de dar testimonio de su presencia, de lo que “hemos visto y oído”, porque “hemos partido con Él el pan”, hemos recibido su enseñanza. Por eso, como los discípulos de Emaús, podemos sentir que nos “arde el corazón” mientras Él nos enseña la Escritura, y podemos correr por el mundo para anunciar su Pasión, Muerte, Resurrección y Ascensión a los cielos.
En el camino de la Ascensión aparecen “dudas”: sobre nosotros mismos, sobre nuestra permanencia ante de Él, sobre nuestra capacidad de contemplarle. Por eso es importante para nosotros cuidar los espacios para escuchar la voz del Maestro que nos habla en la cumbre de la montaña, a fin de que seamos capaces de salir a su encuentro y escuchar su Palabra, que nos interpela para que cumplamos lo que Él nos manda.
La experiencia de la ausencia del Señor y las dudas que nos surgen exigen la presencia del Señor que nos “manda”: estamos llamados a “ser y hacer” como Jesús; a redescubrir el valor de ser místicos, el valor del reino que está presente, a tener con los demás las mismas actitudes del Maestro, a impregnarnos con sus enseñanzas, a cumplir nuestra misión, que implica vivir y ser felices en la amistad con Él. Estamos prontos para salir a anunciar y a realizar la voluntad de Dios; para generar vínculos y difundir cada vez más el Evangelio, que nos hace verdaderas personas.
Como discípulos de Jesús, tenemos la tarea de transformar el mundo. No nos ubicamos solo como observadores, sino que tenemos mística. Cultivamos una actitud interior, a fin de que brote en nosotros esa afinidad hacia la dimensión contemplativa, el anhelo de hacer discípulos, la pasión por bautizarlos en su Nombre y enviarlos, sostenidos por el Espíritu Santo, para estar con Él hasta el fin del mundo.