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Por: Rogelio Melgarejo, SJ
Hará casi 400 años que un corazón americano, encendido en las llamas del amor de Dios y en el anhelo por la salvación de las almas, saltaba del pecho atravesado por el furor de unos hombres que no comprendieron la nueva propuesta de vida que les traía. Trataron en vano acallarle, arrojándolo a la llama de una hoguera, después de traspasarle. Murió martirizado junto a otros dos compañeros de misión, como testigo de la fe. Toda su vida había sido testimonio del amor de Dios a su pueblo.
Cuentan las crónicas que Roque González, a la edad de 14 años, motivado por los grandes ideales propios de la juventud, lleno de esa pasión y espíritu de entrega que lo caracterizaba, convenció a un grupo de jóvenes para adentrarse al inhóspito monte, e ir a unas doce leguas de la ciudad de Asunción. Allí, de retiro, deseaban ardientemente vivir una experiencia espiritual de oración y encuentro con el Señor, en cercanía de sus hermanos indígenas. Osada iniciativa la suya, que le valió no pocos reclamos por parte de los preocupados familiares, más aún por querer estar cerca de aquellos “salvajes”. ¿Y acaso no debía estar en las cosas de su Padre?
Años más tarde, con solo 22 años y recién ordenado sacerdote, fue a la región del Mbaracayú para ejercer allí su ministerio. Era muy aceptado, no solo por hacer llegar la Palabra de Vida en la propia lengua guaraní, sino porque muy pronto empezó a combatir las intolerables injusticias que constataba contra indígenas y campesinos, bajo el forzado trabajo de los yerbales y de la esclavitud disfrazada por los encomenderos. Aquel corazón creyente oía el clamor de sus hermanos, y poco a poco, se convertía en abrazo sanador, palabra fecunda, presencia viva del Dios liberador.
Innumerables gestos y palabras podríamos seguir señalando. Nos basten estos dos narrados, como hitos que nos ayudan a redescubrir y valorar el impulso audaz que palpita en la juventud y que, al brotar de las fuentes de agua viva, se transforman en decidido compromiso por la justicia y la reconciliación. A 32 años de su canonización, junto a los otros santos mártires del Paraguay, es ocasión propicia para volver la mirada hacia aquellos íconos de la fe, santos de a pie, hombres y mujeres audaces, jóvenes de irradiante alegría, que con sus vidas nos revelan el rostro de Dios.
Y es que, como Roque, esta caravana de peregrinos, ha descubierto que no son más verdad los versos, por estar grabados en roca soñando con perdurar. Ni quizá sean más reales los abrazos, si encubren abismos nunca hablados. Tampoco son mejores noticias las que se dicen con una sonrisa, sino aquellas que hacen plena la vida.
Las entusiastas declaraciones de amor no serán más reales por ser bellamente expresadas o simplemente por gritarse a los cuatro vientos. Lo son cuando nos convertimos en hogares del Reino, en abrazo fraterno, en escucha generosa, en mano solidaria. Sí, porque discípulos no son los que exigen, llenos de buenos argumentos y dogmas, sino aquellos que aprenden, día a día, del Maestro, a amar y servir. Roque, desde muy joven, comprendió que no es más testigo del evangelio quien más lo cita, sino quien con su vida lo hace real, incluso en la muerte.
Mirando a Roque González de Santa Cruz y a la multitud de testigos de la fe, reconocemos íconos que nos hablan del Dios-con-nosotros.