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Por: Hno. José Miguel Villaverde, SSP
“Recíbeme, Señor, según tu palabra y viviré y no me confundas en mi esperanza” (Salmo 119, 116)
En el silencio debido del Sábado Santo, te propongo, me propongo, un verso personalmente muy querido por quien suscribe. Se trata de un pequeño verso dentro de uno de los salmos más largos del Salterio. Para quien guste de emociones fuertes, encontradas, oraciones realmente auténticas, sin duda, el libro de los salmos será un buen compañero. En todos ellos encontramos al ser humano en su completa autenticidad, no se guarda nada ante un Dios de quien todo lo espera.
Hoy con María entonemos este verso, hagámoslo oración de la mañana, que nos invite al venerable silencio que se recomienda para esta parte del sábado. Ya en estos días hemos visto “explotar” las redes sociales y el streaming con ingeniosas formas de manifestar la cercanía de Dios y su Iglesia a todas las personas, ¡Bendito sea Dios por su amor que nos vuelve creativos! Hoy, con María, hagamos un poco más de silencio.
María, nuestra Madre, no solo manifestó su sí aquel día de la Anunciación, sino que desde allí toda su vida fue un sí a lo que Dios le seguía pidiendo. Unida, como toda buena madre, al corazón de su Hijo, no podía apartarse de su suerte, aunque lo viese marchar a predicar el Reino, muchas veces pareciendo un loco ante los vecinos y la sociedad de su tiempo. La Madre no podía apartarse tampoco del momento culmen, en la Cruz. Junto a la Cruz estaba ella, a un metro, a dos, o entre el tumulto, ¿Acaso una madre sabe de distancias cuando se trata de amar a sus hijos? En el Calvario selló su sí, su entrega también, unida a la total donación de su hijo, recíbeme, Señor.
Los evangelios no nos cuentan qué pasó con María luego de esa oscura tarde del primer Viernes Santo, tampoco dónde estuvo al día siguiente. Pero, ¿Es necesario que lo cuenten? Las madres de todos los tiempos, que han tenido el dolor de ver morir a sus hijos, lo dicen claramente: “Sentí que una parte de mí se moría”, “No tengo palabras para describir lo que siento”, “Lo han arrancado de mis brazos”, “Nadie comprenderá mi dolor”. Son las madres de todos los tiempos las que nos dibujan el rostro de María, Madre y dolorosa, que en medio del dolor de sentir, no solo ver, morir a su Hijo, aguardaba las promesas del Señor. Señor, no me confundas en mi esperanza.
En este tiempo particular, abril de 2020, en el que una pandemia nos empuja a sentir la muerte respirando sobre nuestros hombros, también hemos sido empujados a la esperanza, a lo esencial, a ver, oír y gustar lo que antes, en medio de tanto trajín, no podíamos ver ni oír ni gustar: la alegría de sentirnos vivos, de agradecer día a día que la gente que amamos está con nosotros, el gusto por vernos, aunque sea por una pantalla, la decisión de no dejar un día sin decirle o hacerle sentir a alguien lo importante que es para nosotros, la capacidad de sentirnos bendecidos y reconfortados por Dios. Pero para ello ha sido preciso hacer silencio, que nos pongan en cuarentena.
Sin embargo, nuestras ganas de ruido están allí, no nos quieren dejar, quizá confundimos las ganas de encontrarnos con nuestro miedo a la soledad, he allí un motivo de discernimiento, para preguntarnos: “Todo lo que hago en este tiempo: videos, compartir de mensajes, videoconferencias, versiones 2.0 de las mismas cosas que hacíamos en las Iglesias ¿Están siendo motivadas por el anhelo misionero o las ganas de huir del silencio?
Que junto a María, en el silencio del Sepulcro, aguardemos juntos lo nuevo que está por venir, quizá una nueva forma de relacionarnos entre nosotros, con el mundo, tampoco lo sé, tampoco los discípulos sabían cómo era eso de la Resurrección. Que ella nos enseñe un poco de su silencio santo, para tomar distancia del ruido, para que nos visite una sana creatividad que nos haga verdaderos evangelizadores con modos nuevos de transmitir el mensaje en estos tiempos, que nos ayude a salir adelante juntos, mirando especialmente al que menos tiene, pues todos estamos en la misma barca.
Y así, en completo abandono a la voluntad de Dios, unamos nuestra voz a la del Salmista y digámosle a Dios: “Recíbeme, Señor, según tu palabra y viviré…”.
María, Madre del amor y del dolor, que no huyamos a la soledad y al silencio, sino que, movidos por la fe, nos dejemos recrear, renovar, reinventar a la luz del Resucitado. Amén.