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Por: Hno. José Miguel Villaverde, SSP
La celebración del Misterio Pascual, centro de nuestra vida cristiana viene a nosotros en medio de tiempos turbulentos a nivel mundial y regional en cuestiones de salud. En los últimos meses el COVID-19 y el dengue nos han obligado a cambiar nuestros hábitos sanitarios y a tomar conciencia de cuánto nos respetamos los unos a los otros (o no).
Ante el dolor de hombres y mujeres, a sus preocupaciones más profundas, se presenta El Hombre: Jesús, con el cuerpo llagado, dándolo todo, poniéndose al servicio, entregándose por completo, sin guardarse nada para sí, amando hasta el fin. Este Jesús, ¿Qué nos hereda a nosotros, sus seguidores y creyentes?
Un Amor que se pone al servicio, que no anda tras la búsqueda de títulos, bienes o vestimentas que nos pongan por encima de los otros, sino que se concreta en el “lavarnos los pies” los unos a los otros, compartiendo tiempo, escuchando, abrazando, limpiando nuestros barrios para erradicar las epidemias.
Un Amor que se entrega y que no busca salvar la propia vida. Una vida eucarística a imitación de Jesús en la que, adorándole sacramentado, sepa reconocer también la presencia de Cristo en el pobre, en el marginado, en el que, sin tener más apellido que el de “hijo de Dios” llama a la puerta.
Amor que no muere, sino que se renueva cada mañana, que sabe ponerse en manos de Dios y se manifiesta en los pequeños gestos: en la educación vial, ambiental, sanitaria, que tanto urgen, en esos inolvidables gestos de amistad que, como paraguayos, bien saben tener con los que venimos de fuera.
Este año el tradicional lavatorio de los pies no se realizará solemnemente, sino en la liturgia escondida de cada día, aquella del servicio de tantos médicos, enfermeros y enfermeras, agentes del orden público, repositores de supermercados, quienes, dejando sus familias, buscarán servir a su Patria, a sus hermanos, para llevar adelante las medidas que ayuden a contener la crisis sanitaria.
Que el Señor Jesús Resucitado nos ayude a amar hasta el fin, imitando su obrar y sentir (Flp 2, 6-11), hasta que podamos ser pan bendecido, partido y dado para los demás.