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Por: Sor Neide Araujo, Hija de la Caridad
Una tarde de verano, agotado y golpeado por la enfermedad,
me abrazo a la soledad, distante de la realidad que grita el entorno.
Contemplo el vacío, el silencio coloreado de miedo, grita y estalla el oído.
Es verano, y el frío de la desesperanza impone su ritmo en mí día a día.
La enfermedad toma fuerza y paraliza el impulso de soñar un mañana sin dolor.
Un día más, Suena el despertador, es hora de seguir trabajando,” trabajen de buena gana, como
para el Señor, consciente de que el Señor los recompensará con la herencia. Sirven a
Cristo el Señor” (Colosenses 3, 23-24)
El vacío silencioso, latente en mi interior, espacio desierto, deshabitado, se abre
a un horizonte nuevo: amaneció, me desperté, contemplo la mirada tierna y compasiva de Dios
sobre mi cuerpo enfermo y frágil, y un soplo de aire íntimo enciende la llama de la oración.
Ella despliega la gracia infinita de Dios que va llenando el vacío desierto
con fe, esperanza y paz: es su Presencia, Presencia habitada...
“El Señor está cerca de quienes lo invocan, de quienes lo invocan, de quienes lo invocan de verdad” (Salmo 145, 18).