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Por: Hno. José Miguel Villaverde, SSP
A la mañana nos aprontamos a recibir la bendición de san Blas, según la tradición religiosa que atribuye al santo una poderosa intercesión contra los males de la garganta. Mientras escuchaba la bendición que me impartía el sacerdote, con las velas cruzadas en mi garganta, cerré los ojos y pensé en cada palabra, en las cosas que digo, que callo. Era bendecido no solo para que ande bien de la garganta, detrás de esa bendición había algo más.
La voz es un instrumento privilegiado, hermoso, maravilloso diría yo. Por medio de ella nos hacemos entender, nos expresamos, ¡tenemos un gran poder! La voz puede ser grave, aguda, calma, ansiosa, de muchas formas; sin embargo, se hace característica de nuestra persona y a través de ella podemos dar a conocer nuestro mundo interior, podemos levantar o derribar a alguien cuando decimos algo con nuestra voz, o incluso cuando callamos.
Muchas veces, con el uso de nuestra voz, no hemos dicho bien de alguien, hemos usado el don del habla para juzgar, desconfiar, sembrar cizaña, desacreditar o difamar a alguien. Nuestra garganta, bendecida en el día de san Blas, la hemos usado para maldecir, “decir mal” de alguien e incluso de nosotros mismos con frases como: “No podré”, “Siempre será así”, “No te quiero más”, “No sirves”, “Qué feo(a) te ves”, “Qué gordo(a) que estás”, y otras cosas de mayor calibre… Se nos bendice y nosotros “mal-decimos”.
Bendecir es algo más urgente, constructivo, y que seguramente muchas veces hemos hecho sin saber que lo hacemos. Bendecir es decir bien de algo o de alguien, curar con la voz, saber expresar el asombro y la gratitud que nos provocan la otra persona, la situación, los acontecimientos. Bendecimos cuando reconocemos verbalmente las capacidades de los otros, sus talentos, los dones que Dios le dio, los pasos que va dando aunque sean pocos o lentos. Bendecimos el día que se nos regala, los momentos con los que amamos, el aquí y el ahora.
A inicio de año, en la solemnidad de santa María Madre de Dios, la liturgia nos recordaba una bella bendición en el libro de los Números 6, 24-26:
Que el Señor te bendiga y te proteja.
Que el Señor haga brillar su rostro sobre ti y te muestre su gracia.
Que el Señor te descubra su rostro y te conceda la paz.
Hoy, junto a esta bella bendición, vayamos creando la tradición de bendecirnos un poco más: los padres a los hijos, los hijos a los padres, los hermanos, los amigos, los novios, los compañeros de trabajo, las comunidades. Palabras como “Qué bien que estés aquí”, “Gracias”, “Vamos que se puede”, “Ánimos”, “Qué bien te ves”, “Qué linda(o) te ves”, “Estoy contigo”, “Me alegra verte”, etc. nos han de ayudar a iniciar una nueva cruzada de bendiciones, con el arma que Dios nos ha dado: la voz.
Solo así, a mi parecer, la bendición del señor san Blas tendrá un buen y santo efecto, pues somos bendecidos para bendecir.