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Por: José Ignacio de Lima
5:30 de la mañana en Asunción: mientras Ña Teresa ya está despierta para preparar el desayuno de sus hijos y nietos, en un monasterio, a kilómetros de distancia, el hermano Antonio reza por ella. Mientras la madre sale a trabajar, el monje, luego de laudes, va a la huerta, con un rosario en sus manos. Al finalizar el día, Teresa y el hermano Antonio agradecen a Dios. A ella, sin saberlo, la ha sostenido también la oración de un consagrado.
Tres de la tarde, en un convento de nuestro país: es hora de la siesta en todo el barrio; sin embargo, tocan el timbre conventual: “Hermano, buenas tardes, quisiera hablar con usted, tengo un problema”. El religioso, que había planeado descansar un poco, arregla su hábito, se levanta, y con su mejor sonrisa, atiende al llamado, continúa su jornada.
Domingo caluroso en Puerto Falcón: las hermanas terminan de dar catequesis y se ponen a jugar con los niños de la capilla que atienden. Escuchan los problemas de la gente, sienten el dolor de las madres, se consuelan con la sonrisa de los pequeños. Tratan de hacer lo que pueden, buscan donaciones, llevan en el corazón los rostros de tanta gente querida.
Aeropuerto Pettirossi, un sábado por la mañana: Una joven religiosa, recién profesa, deja su querido Paraguay. La acompañan sus familiares, sus padres le dan la bendición. Entre lágrimas, todos se abrazan. La joven, se serena, toma fuerzas, piensa en su futuro país de misión, ve, quizá por última vez, a su amada Patria.
Ha culminado el día: el monje, el fraile, las hermanas, la joven acuden a la oración. De rodillas, ante el Sagrario, lo entregan todo a Jesús Sacramentado. En sus corazones están las alegrías y dolores de su pueblo, y en su pueblo vuelven a ver a Jesús. A Él, y por Él al pueblo, se han consagrado.