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Pastoral Litúrgica
El Adviento de san José

Por: Pbro. Augusto Salcedo

Poco nos cuenta el Evangelio de San José, pero lo poco que nos relata de él se enmarca en los momentos tan tiernos y llenos de misterio del nacimiento de Jesús. El tiempo del Adviento nos pone en sintonía con San José. Casi al unísono, su corazón está muy unido al de la Virgen María, porque ambos esperan confiados el nacimiento de Aquel que en palabras del Ángel había sido presentado como el Santo, el Hijo de Dios (cf. Lucas 1,35). A San José también el Ángel le había anunciado que el Niño que nacería salvará al pueblo de todos los pecados, pues el que viene es el Emmanuel, Dios con nosotros (cf. Mateo 1,22-24).

La duda de San José

Al principio, una historia de amor. María y José estaban ya desposados cuando el Ángel le anunció a ella el designio de Dios. Imaginando el amor de estos esposos, seguramente sus corazones estaban llenos de proyectos, de deseos, y sin duda, de mucha oración. Un amor del sentimiento, del fruto que pretende madurar para poder servir mejor… Me llena de asombro este amor tan humano, pero al mismo tiempo tan lleno de Dios. María había sido elegida de antemano para ser la Madre del Salvador. Pero a la llena de Gracia le correspondía solo un hombre lleno de Dios como San José. El evangelio de San Mateo lo presenta como un “hombre justo”, no ávido de venganza “porque no quería repudiarla más que en secreto”, aun cuando la duda asaltaba su vida por el embarazo de María. La justicia –o santidad– de José, ¿contrasta con su duda? ¡Claro que no! Y aquí esta historia de amor recibe un matiz particular: pues el amor es fortalecido con el compromiso personal. Aún más, un compromiso transustanciado de Dios, que por medio del Ángel comunicó su Amor a éstos que ya se amaban decididamente. En la duda de San José podemos hallar cabida todos. ¿Quién no dudó alguna vez si lo que vivía o padecía lo quería Dios? ¿Quién no experimentó en su más profundo interior esta insatisfacción por lo no-planificado? La duda sí nos quiebra, nos altera, nos divide muchas veces, pero la duda abierta a la respuesta es el camino que conviene para sanarnos interiormente y ser libres ante los ojos de Dios. San José, en su dudoso interior, quebrado sin duda, había ya resuelto abandonar a su esposa María en secreto, porque no quería dañarla con el repudio público. Pero aquella noche, José que todo lo ponía en manos del Señor, recibió en sueños el anuncio del Ángel. El Sí de este varón justo fue una acción, concreta, real: “Despertado del sueño, tomó a María como su mujer” (Mateo 1,24), cumpliendo lo que el Ángel le había mandado. Un Sí decidido, sin temor, radical… Como el Sí de María, esclava del Señor…

Y esta historia de amor, tan llena del compromiso personal de María con José, transustanciada de Dios, es el lugar donde nació Jesucristo, el Unigénito. San José, con la ayuda de Dios, superó esta duda, abriéndose a la respuesta que le vino de lo alto, pero ante todo también recordando que su vida como hombre y como esposo no debía reducirse a la duda. Nuestras vidas, aún muchas veces pesadas por las dudas, no deben identificarse con ellas. Por el contrario, éstas lejos de determinarnos en la pasividad o en la esterilidad, nos deben conducir a algo concreto, decisivo, y por supuesto, abiertos a Dios, que en su Hijo Jesucristo ha dado la respuesta a todos los interrogantes humanos.

Custodio del Redentor

Despertado de aquel sueño, empezó para San José un proyecto distinto. Sabía que el Niño que esperaba su esposa venía de Dios, por lo tanto estaba enfrentándose a algo incierto pero al mismo tiempo una realidad ya anunciada y prometida. En efecto, las promesas de Dios encontraron en Jesús su cumplimento fiel y salvador. La duda inicial en el corazón de José, ahora da lugar a la expectación por lo que vendrá. Todo lo espera de Dios, sólo confía en Él. 

San Juan Pablo II, en la encíclica Redemptoris Custos que dedicó a la figura de San José (15-VIII-1989), nos enseñaba: “San José ha sido llamado por Dios para servir directamente a la persona y a la misión de Jesús mediante el ejercicio de su paternidad; de este modo él coopera en la plenitud de los tiempos en el gran misterio de la redención y es verdaderamente «ministro de la salvación» (San Juan Crisóstomo). Su paternidad se ha expresado concretamente [en palabras del Papa san Pablo VI] «al haber hecho de su vida un servicio, un sacrificio, al misterio de la encarnación y a la misión redentora que está unida a él; al haber hecho uso de la autoridad legal, que le correspondía sobre la Sagrada Familia, para hacerle don total de sí, de su vida y de su trabajo; al haber convertido su vocación humana al amor doméstico con la oblación sobrehumana de sí, de su corazón y de toda capacidad, en el amor puesto al servicio del Mesías, que crece en su casa»” [n. 8].

En Adviento, animémonos a contemplar la figura de San José a quien Dios le ha confiado su más preciado Tesoro. Y mirémonos a través de la vida de este hombre de Dios, llevando a la oración nuestros interrogantes y las dudas que nos aflijan. Así como un tropezón no es caída, la duda no es ya la respuesta decidida, sino el momento anterior que, quizás a modo de prueba, exija del corazón humano algo concreto, decidido, por cumplir y llevar a cabo. 

Al final, esta historia de amor continúa... Se hace plena en el Amor de Dios, recibiendo de Él su más profundo sentido, su más justa respuesta. A veces en la ficción, los amores novelados suelen terminar “muy felices” después de alguna traición o como consecuencia del mero capricho. Lejos de ser una historia novelada, el amor de María y José es una realidad que, enmarcada en el plan de Dios, tiene para todos un mensaje. También en el drama de nuestras vidas e historias se entretejen muchas elecciones, decisiones, deseos, donde entran en juego aquello que amamos con los anhelos más profundos de la vida. Así, es esta vida la que debe ser presentada a Dios como una ofrenda (cf. Romanos 12,1), siempre abierta a la bendición divina, a lo sobrenatural, no al modo mágico ni anónimo, sino personal pues nuestra fe contempla un rostro, el de Jesucristo nuestro Señor. Cuando una vida es ofrendada, la gracia de Dios realiza su obra de amor en los corazones, allí donde residen nuestros proyectos, con sus dudas y desilusiones, los rostros que amamos, aquello que deseamos... El amor de José y María nos indica un camino: recibir a Jesucristo, Palabra hecha carne, que viene a iluminarnos, a salvarnos. En palabras del Concilio Vaticano II, “el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado” (Gaudium et spes, n.22). Que en este Aviento, fijos nuestros ojos en Aquel que viene, sintamos el consuelo de Dios, que recibiendo el Sí de San José, lo consoló y cuidó con su Amor. Dejemos que resuene en nosotros esta Palabra de Vida del Evangelio de san Lucas (12,32-34):

“No temas, pequeño rebaño, porque al Padre de ustedes le agradó darles el Reino. Vendan lo que tienen y repártanlo en limosnas. Háganse junto a Dios bolsas que no se rompen de viejas y reservas que no se acaban; allí no llega el ladrón, y no hay polilla que destroce”. 

Porque donde está tu tesoro, allí estará también tu corazón”.