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Por: Hno. José Miguel Villaverde, SSP
¡Qué fuerte el episodio del Resucitado y Tomás! Jesús mostrando su costado abierto, el que había sido traspasado... ¡Pero estaba resucitado y glorioso! Parece ser que las cicatrices quedan, se muestran, son evidencia de la lucha, la entrega y la victoria... ¿Qué cicatrices tendremos nosotros cuando acabe nuestro peregrinar por este mundo?
Leía un libro que decía, por ejemplo, que si pudiésemos ver a los mártires, los veríamos con los signos con los que murieron: algunos con heridas de lanzas, de espadas, con ronquera por los efectos de la cámara de gas, otros con los signos de quemaduras, otros con el cuerpo traspasado por las balas, ¡Pero glorificados!
Esas cicatrices, en clave de resurrección, ya no son más signos de debilidad, de fracaso, de horror... Ahora se vuelven manantiales de vida para otros: las luchas de este o aquel santo son también las nuestras, sus caídas son también las nuestras... Pero el amor resucitado los transforma, se vuelven semillas de esperanza en nosotros.
Quizá cuando terminemos nuestro peregrinar, nuestras heridas estén específicamente en alguna parte de nuestro cuerpo -la que sea- ¡Dios sabrá! Pero, en sus manos, lavados, purificados por su Espíritu que hace nuevas todas las cosas, se harán cicatrices y nosotros podremos también ser signos de esperanza para otros, en sus luchas, en sus intentos de amar por completo.
¡Bendito seas, Dios herido de tu costado que nos renuevas la esperanza! ¡Bendito sea el Maestro que no vende humo y que ama fuerte! ¡Benditas cicatrices que nos muestran cuán paciente y amoroso es Dios!