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Por: P. Denis Báez Romero, SDB
Meditemos juntos el Evangelio de este Domingo III de Pascua, tomado de Lc 24, 13-31
Invocamos al Espíritu de Dios:
Maestro bueno, Tú que eres la Resurrección, renueva mi vida y purifica mi ser, para que pueda sentir tu presencia viva en cada paso. Abre los ojos de mi fe adormecida y lléname de Ti, Señor, para que en medio de la oscuridad pueda ser Luz para los demás. Condúceme siempre por el camino de la fe, para que, lleno de gozo, pueda llevar la alegría del evangelio a los demás en el compartir cotidiano. Pártenos el pan de tu compañía, Señor, porque todo es más fácil cuando Tú estás. ¡Quédate con nosotros, Señor!
Analizamos el contenido:
Queridos amigos: Dos discípulos han abandonado Jerusalén; habían escuchado la noticia de que el sepulcro apareció vacío, pero no le dieron mucha importancia. Ellos han hecho un camino de “ida y de vuelta”: estaban desilusionados, tristes y desesperanzados, porque aquello que esperaban no ha sucedido y sus expectativas han quedado vacías. Ellos caminaban con el peregrino desconocido, “hablando y discutiendo” de lo que lo que había pasado en Jerusalén, pues eran testigos oculares de los hechos. No lo reconocieron, pues “algo en sus ojos les impedía que lo reconocieran”. También nos sucede algo similar: Jesús se presenta de manera nueva, camina con la gente, va al lado nuestro, pero nuestros ojos nos impiden reconocerlo a causa de nuestra fe débil.
Este caminar del “Buen Pastor” al lado de sus discípulos, nos muestra que él se interesa por ellos, por su vida. Por eso les pregunta: “¿De qué van hablando por el camino?”. Jesús no irrumpe en forma drástica en la vida de aquellos discípulos, sino que se “hace escucha” y deja que ellos expresen sus tristezas, sus dolores, sus expectativas y sus esperanzas. “Nosotros esperábamos”: este es el punto fundamental para reconocer la presencia de Jesús Resucitado y anunciar la Palabra de Dios.
Muchas veces no reconocemos la presencia del Resucitado, a pesar de que hemos caminado con él, lo hemos estudiado, hemos, incluso, hablado de Él. Por eso es importante que Él nos sacuda y llame nuestra atención: “¡Qué torpes son para entender!... ¡Cómo les cuesta creer!”. La cruz y la esperanza son los medios necesarios para entrar en la gloria de la Resurrección; por eso les explica las Escrituras en lo referente a ÉL. Por lo tanto, debemos dejar que en nuestro corazón sea concebida la Palabra. Por eso, “comenzando por Moisés y todos los profetas”, les demuestra - a lo largo del camino del pueblo de Israel- que Él es el Cristo que se revela en la Palabra de Dios.
El camino se hace corto; las Escrituras van siendo reveladas; cada vez están más cerca de su casa. Entonces Él deja nuevamente que los discípulos tomen la iniciativa de invitarle a quedarse con ellos: “Quédate con nosotros”, aunque antes hace el “amague” de seguir su camino: “hizo como que iba a pasar de largo”. Cuando los discípulos le ofrecen su casa, el Maestro se siente libre para celebrar la fracción del pan con ellos. Jesús se toma la libertad de sentarse a la mesa y celebrar el rito que hace memoria de su entrega por nosotros: “Tomó pan, pronuncio la oración de acción de gracias, lo partió y se lo dio”.
En esta acción de gracias comienza verdaderamente el encuentro con el Resucitado; por eso, “los ojos de ellos se abrieron y lo reconocieron”. Este reconocimiento nos abre a la Escritura y a la mesa Eucarística, que producen en nosotros el ardor del encuentro. Nos hace caminantes y misioneros para transformar esa tristeza que experimentamos en medio de la oscuridad del camino, en anuncio gozoso de la buena noticia a nuestra comunidad, profesando: “¡Es verdad, el Señor ha resucitado!”.
Para la vivencia cotidiana:
estamos invitados como creyentes, a iniciar el camino de regreso con esperanza, con entusiasmo y ansias de realizar la experiencia del resucitado-peregrino: la experiencia de la escucha, de la acogida y del anuncio de la Palabra.