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Por: Hno. José Miguel Villaverde, SSP
Desde hace algunos meses, el mundo entero se encuentra alarmado por la epidemia del CONAVID-19, que, a la fecha, está atacando a miles de personas y ha cobrado ya las vidas de otras miles, obligando a la comunidad internacional a tomar diferentes medidas sanitarias de urgencia. En nuestro Paraguay, la epidemia del dengue volvió con fuerza, obteniendo cifras históricas de pacientes con esta enfermedad, casos sospechosos y muertes. Sin embargo, en medio de este ambiente de cierto pánico, una epidemia muy vieja y actual, se sigue expandiendo silenciosamente y quizá por ello, es más mortal que las anteriores: La indiferencia.
La indiferencia es aquella ausencia de sentimientos positivos o negativos hacia alguna persona, hacia algún hecho, hacia alguna situación. Día a día podemos ser indiferentes a muchas situaciones que ocurren a nuestro alrededor y que decidimos ignorar, dar la espalda, pasar por alto, hasta el punto de llegar a ser cómplices de muchas cosas, por omisión… ¡Parece que es más grave que ser picado por el “aedes aegypti” (mosquito transmisor del dengue)!
¿Cómo se contrae? Existen muchas formas, entre las cuales destacamos: banalización de los hechos que ocurren en la sociedad, ausencia de empatía y sensibilidad hacia el prójimo, excesiva centralización en sí mismos, pensando que el mundo empieza y termina en nosotros, religiosidad aislada que busque solo el propio bienestar, haciendo del mundo un “los unos y los otros”, consumo indiscriminado de noticias que se deslizan rápidamente con nuestros dedos en las pantallas del celular.
¿Cuáles son los síntomas? Pérdida de sensibilidad hacia el dolor ajeno, hacia las injusticias, hacia el clamor del prójimo. No nos duele, por ejemplo, el asesinato de un ser humano en una fría madrugada de diciembre, no nos duele ver el cuerpo tendido de una mujer atropellada en plena avenida y solo se convierte en portada de diario sensacionalista, en evento de un día, que luego se olvida. Estos síntomas incluso los podemos llevar a la oración: rezo por mí, por mi familia, traigo ante Dios mis problemas, mis ganas de sanarme, mientras afuera de la Iglesia, hay una madre de familia, sin los adornos de nuestros santos, pide limosna, o quizá pide un trabajo.
¿Cuáles son las consecuencias? Un fuerte atentado contra el quinto mandamiento, desde nuestras relaciones personales hasta nuestro rol en la sociedad. El papa Francisco habla del tema con preocupación: “Para ofender la inocencia de un niño es suficiente una frase inoportuna. Para herir a una mujer basta un gesto de frialdad. Para romper el corazón de un joven es suficiente negarle la confianza. Para aniquilar a un hombre, basta ignorarlo. La indiferencia mata. Es como decir a la otra persona: “Tú, para mí, estás muerto”, porque lo has matado en tu corazón. No amar es el primer paso para matar; Y no matar es el primer paso para amar”. Podemos ser indiferentes ante alguien que nos ha decepcionado, que nos ha hecho daño, a quien no queremos perdonar, a ese pequeño hermano que nos incomoda cuando nos pide unas monedas en la Av. General Santos a la mañana del domingo.
¿Cómo se cura? Saliendo de nosotros mismos, imitando los sentimientos y actitudes de Cristo Jesús (Filipenses 2, 6-11), quien no fue indiferente al dolor ajeno, ante las heridas de tantos hombres y mujeres, quien no es indiferente a nosotros mismos, que vamos a Él a suplicarle una ayuda, una gracia, su perdón.
¿Qué otros procesos de curación de la indiferencia hay? En estos tiempos de epidemias “menos letales”, reforcemos nuestras normas de convivencia en nuestros barrios: limpiar nuestros patios, nuestras calles, evitando dejar basura y desperdicios, erradicar los charcos de agua que se generan por roturas de tuberías, aprender a taparnos la boca para toser, lavarnos bien las manos, mantener limpios los colectivos donde viajamos todos, compartiendo lo poco o mucho que tenemos con quien no tiene, perdonando de corazón, denunciando cualquier tipo de discriminación; por último, dejarnos interpelar por las muertes de tantos que son asesinados, como Lorenzo o la pequeña Francisca y que nos llame a levantar la voz.
Entonces, solo entonces,
”despuntará tu luz como la aurora
y tu llaga no tardará en cicatrizar;
delante de ti avanzará tu justicia
y detrás de ti irá la gloria del Señor.
Entonces llamarás, y el Señor responderá;
pedirás auxilio, y él dirá: “¡Aquí estoy!” (Isaías 58, 8-9).