Por: José Ignacio de Lima

Son las cinco de la tarde en la parroquia, de un día 24 de diciembre… Sí, a la noche se celebrará solemnemente la Misa de Navidad, tras intensas jornadas se ha preparado todo para que la comunidad parroquial viva en cada signo y gesto el misterio de la Encarnación. Todo estaba quedando perfecto, de pronto, el Padre Tomás comienza a sentir que le flaquean las piernas, la cabeza le da vueltas: le había visitado el dengue.

Mientras la secretaria trataba de buscar algún sacerdote, el padre, a su ritmo seguía con los preparativos. Finalmente, no había ninguno disponible, ¡En una fecha como estas todos están ocupados! Así que padre Tomás tuvo que armarse de valor, mirar su hermosa colección de cruces, todas ellas con diversos rostros de crucificados y continuar. Revestido ya para la Misa, se dio cuenta de una cosa importante: Si daba a notar su mal estado de salud, la gente se iba a quedar con algo de desánimo, les pasaría la pesadumbre de su rostro desencajado por el dolor hasta los huesos, por lo que, pidiéndole a todos los santos, mostró su mejor sonrisa, y nadie se percató del infortunio.

Allí arriba, en el altar, mientras los fieles cantaban emocionados, escuchaban la proclamación del evangelio y muy atentos la homilía, había un hombre que bajo los ornamentos tenía una fiebre altísima, le dolían las piernas, ¡No sabía cómo aún seguía de pie! Sin embargo, a nadie le faltó su sonrisa, su abrazo, su bendición, su presencia en la cena después de la Misa con los que no tenían con quien celebrar Navidad.

Aquel día, Padre Tomás sintió más de cerca su unión con Cristo Crucificado, allí en el altar, en medio del propio dolor, y en el dolor, la entrega.

Asombrado y conmovido por el testimonio, quien suscribe, medita una vez más los alcances de la entrega, del sacerdocio ministerial, del testimonio anónimo de muchos hombres cuya fe ha sido más grande que el cuidado de sí mismo, un amor que vence todo, y le da la pelea, incluso al dengue.