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Por: Hno. José Miguel Villaverde, SSP
Se han acabado las grandes fiestas una vez más, aunque con un tono muy particular en este 2020, ya hemos celebrado la Semana Santa, nos hemos alegrado con la Pascua del Señor e inmediatamente, en medio de cuarentenas que se flexibilizan o se revierten, en muchos lugares se ha celebrado Pentecostés, en muchos casos pasando de largo la Ascensión. Y nuestros sacerdotes y diáconos han vuelto a revestirse con ornamentos verdes, en un tiempo litúrgico llamado “Tiempo Ordinario” o “durante el año”.
¿Y ahora qué? Ya no hay nada que festejar parece, salvo la novena de un santo o de alguna advocación de la Virgen. Prepararnos, celebrar, “tirar la casa por la ventana”, cargar los celulares con flyers patronales… Pareciera que continuamente buscamos fiestas, ruidos, júbilo externo; sin embargo, una vez que todo acaba, tratando de evitar el silencio, vamos en busca de otra celebración… Menuda realidad.
Alguna vez un amigo me dijo en tono de misterio: “Ama las solemnidades y las fiestas, festeja fuerte; pero no te olvides de amar los días ordinarios”. Esos días en los que “no se celebra nada”, que parecen muy áridos, que tratamos que pasen pronto porque pesan, llevándonos incluso a poner la vida en modo automático.
La liturgia nos regala un prolongado tiempo ordinario, de 34 semanas que se dividen por el ciclo pascual; en él se contempla la vida pública del Señor, su actividad en Galilea, con sus amigos y discípulos: encuentros, comidas, enseñanzas, discusiones, milagros, parábolas: la vida de cada día de Jesús con los suyos. Esto nos invita también a nosotros a saber regresar a lo cotidiano para encontrar en ello la riqueza de lo sencillo, de lo que Dios hace con nosotros en lo escondido.
También en el tiempo de cuarentena muchos caímos en la tentación de hacer y hacer en casa, como si fuesen requisitos, sin permitirnos vivir, ¡Ni en la cuarentena pudimos tener un verdadero alto! Nos cansamos de tener que explicar a los demás que hicimos algo en la cuarentena, no del haber aprendido a estar en casa, creo que aún estamos en deuda con eso.
Llega un momento de la vida en que nos damos cuenta de que necesitamos un día en el que “no se festeje nada”, en el que estemos en nuestra cocina dejando como nueva la bombilla del mate, dejando relucientes nuestros zapatos, ojeando un buen libro, yendo por el pan antes que anochezca. Y así, al encender la lámpara, en la acción de gracias al final del día, hacer memoria de la presencia callada y plena, de quien ha querido compartir con nosotros la humanidad.
Jesús de lo cotidiano, Señor del día a día, de lo sencillo, de mis atardeceres: que aprenda a amar tu presencia hoy, al menos hoy para que sea siempre. Amén.