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DOMINGO V DE PASCUA

Por: P. Denis Báez Romero, SDB

 

Queridos hermanos, en este domingo V de Pascua rezamos con el Evangelio según San Juan 14, 1-14

Invoquemos juntos al Único Maestro: Señor Jesús, Tú que eres el camino, la verdad y la vida, ayúdame a descubrirte como el camino que me lleva al Padre. Tú eres quien me guía; enséñame a ser dócil en tu seguimiento; haz que mi corazón sea la buena tierra donde la semilla de tu Palabra produzca frutos. 

En la línea del ambiente Pascual, la lectura de este domingo nos sitúa en el Cenáculo. “Cristo, nuestra Pascua, está por inmolarse”; el evangelista, en el largo discurso de despedida del Maestro, nos sitúa en el contexto de la última cena, en la que Jesús está hablando de su partida. Y, al mismo tiempo, nos presenta la cruz, cuya cercanía se vislumbra: los discípulos comienzan a tener miedo por la inminente ausencia de su Señor, pero son animados a creer y tener confianza, ya que el Espíritu de Jesús los acompañará en todo momento.

Dentro del Cenáculo, el ambiente que se vive tiene un hondo sabor familiar -“había amado a los suyos”-,  de comunión, de compartir, de servicio -“había lavado los pies a los discípulos”-; pero, sin embargo, es también un ambiente turbio, inquietante -“Tomó Judas el bocado y salió. Era de noche”-,  y de traición en el anuncio de la negación de Pedro -“no cantará el gallo antes que tú me hayas negado tres veces”.

En este clima de la Pascua, Jesús comienza a consolarlos respecto a su aparente ausencia de en medio de sus discípulos; ahora que ya no estará con ellos los invita a que tengan fe, diciéndoles: “No se inquieten. Crean en Dios y crean también en mí”: es el testamento que deja a sus discípulos. Nosotros, como creyentes, también debemos tener fe en Dios; nada de tener miedo, aunque la agitación nos desafíe. Debemos cultivar la paz del corazón, confiando en la palabra de Jesús, que nos dice: “Yo estoy con ustedes”. 

Muchas veces, a causa de las tentaciones, nuestro corazón se turba, se vuelve vulnerable; allí es donde debe resurgir nuestra adhesión de fe, que es confianza y abandono en las manos de Dios. La fe que se traduce en confiar que él nos sostendrá para vencer toda turbación.

Superada esta inquietud y el desconcierto por la ausencia del Señor, nos ponemos a buscar el camino y, confiando con gozo y alegría en la fuerza que su presencia da a nuestras vidas, tratamos de responder a los cuestionamientos que le plantean dos de sus discípulos.

Por una parte, Tomás confiesa que no sabe adónde va Jesús y, por tanto, tampoco puede conocer el camino. Jesús no traza un nuevo sendero personal al Padre, sino que se propone a los discípulos como “la verdad, la vida y el camino” que nos lleva al Padre. Si queremos conocer y ver al Padre, lo encontramos en el rostro humano de Jesús: “el que me ha visto ha visto al Padre”. La convivencia diaria tendría que bastar para conocer que Él es el que nos conduce al Padre, el que guía nuestros caminos para darnos vida y para que podamos habitar donde Él habita.

Por otra parte, Felipe solo desea que Jesús les muestre al Padre. En Jesús, el Dios invisible se hace visible, se manifiesta públicamente. Su permanencia entre nosotros nos basta para conocer a Dios. El habitar y el convivir en medio de nosotros, el educarnos y señalarnos a ese “Abba” bueno, son signos de la presencia de Dios. Jesús nos habla del rostro del Padre a través de su praxis, de sus obras, principalmente en la entrega generosa de la cruz, fruto de su amor. 

¿Cómo reconocer hoy, como memoria viva, la presencia del Padre en nuestra realidad cotidiana? ¿Le dejamos que sea presencia que da vida a través de la escucha de la Palabra de Dios? ¿Reconocemos a Jesús como camino que nos muestra al Padre? ¿Somos capaces de dar testimonio de vida para que otros puedan creer en el Señor?