Noticias
Por: P. Denis Báez Romero, SDB
Rezamos en este domingo con el Evangelio según san Juan 20, 19-31
Invocacmos al Espíritu de Dios:
¡Oh Jesús! ¡Tú que eres Cristo, el Hijo de Dios! Fortalece mi fe, para que yo pueda creer siempre en tu Divina Misericordia. Maestro Bueno, sana toda mi incredulidad y aumenta mi fe para acercarme más a Ti y reconocerte en mis hermanos. Envíame tu Espíritu Santo, que traspase con esperanza la puerta de mi corazón, para que yo también sea capaz de proclamar con fe sencilla: ¡He visto al Señor!
Analizamos el contenido:
Queridos amigos: Aún estamos en el clima de frescura de las Fiestas Pascuales, aún aspiramos el perfume del incienso, aún vivimos las escenas de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor. Aún resuenan en nuestros oídos las palabras dirigidas a la Magdalena: “Dinos, María, ¿qué has visto en el camino? He visto el sepulcro del Cristo viviente y la gloria del Señor Resucitado”. Por eso, al atardecer, en ese “mismo día” de la experiencia Pascual, estando reunidos los discípulos en el cenáculo “con las puertas cerradas”, Jesús aparece inesperadamente, rompiendo el silencio y el miedo, y se presenta en medio de ellos para darles la paz y gozo en el corazón.
Estamos invitados a realizar este itinerario, haciendo la experiencia personal del Cristo Resucitado en nuestras vidas. La experiencia de superar la incredulidad, de traspasar la puerta cerrada, de recibir el Espíritu Santo, el respiro de Dios, para ser una nueva creación, para recibir una nueva misión: la de perdonar los pecados.
Uno de los apóstoles no estaba presente cuando se presentó el Maestro; no ha visto al Señor y, en consecuencia, no cree en el testimonio de los demás discípulos, no cree en la palabra del grupo de discípulos que confiesan: “¡Hemos visto al Señor!”. El relato presenta a Tomás incapaz de creer en la resurrección, porque no se ha encontrado personalmente con el Señor y no ha visto las señales de sus heridas. La puerta de su corazón estaba cerrada a toda experiencia de encuentro; solo es capaz de ver las señales del crucificado, pero no logra experimentar su presencia viva de resucitado.
A los ocho días, Jesús reaparece en la comunidad donde todos estaban presentes. Nuevamente les ofrece la paz mesiánica. Y entonces da a Tomás la posibilidad de hacer precisamente aquello que él quería hacer: meter “su mano en la señal” de la cicatriz, que recuerda los eventos trágicos por los que ha pasado Jesús. Pero Tomás no mete su mano. Debe traspasar la puerta cerrada que le impide creer. Debe pasar del reconocimiento del Jesús Crucificado al Cristo Resucitado. La experiencia de Tomás nos permite comprender las dificultades de aquella segunda generación cristiana, que tendrá que creer sin constatar.
El discípulo Tomás viene a ser nuestro “modelo de incredulidad”, en ese proceso personal que implica la experiencia del Cristo Resucitado. Abre la puerta, profesa una fe madura, reconoce a Jesús como “¡Señor mío y Dios mío!”: es el grito de fe ante el hecho de la Resurrección. Es el reconocimiento de Jesús como Señor y Dios, con las palabras que autentifican la confesión de nuestra fe como discípulos creyentes del Señor.
Para el creyente que no necesita “ver para creer”, los signos de la presencia del Señor Resucitado son: salir al encuentro del Señor teniendo las puertas abiertas de nuestro corazón para reencender nuestra fe, reavivar nuestro bautismo, acrecentar en nuestra vida las gracias que el Señor nos da y el Espíritu que nos regenera.
En nuestra vida cotidiana como creyentes, somos enviados a ser testigos de la Resurrección en nuestro ambiente cotidiano, principalmente siendo capaces de crear un clima de paz y de reconciliación. Así también, se nos envía a cerrar esas puertas que impiden reconocer al Señor, para abrirse a la esperanza que nos permite proclamar con fe sencilla: “¡Hemos visto al Señor!”.