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Por: José Ignacio de Lima
Una mañana soleada en la ciudad, buscaba desesperado el repelente para por fin salir a trabajar, cuando de pronto tocaron el timbre insistentemente. Salí un tanto enojado a ver quién era: Sergio, un muchacho de unos veintitrés años, que ofrece trabajos de jardinería casa por casa. Accedí a que nos arreglara un poco el jardín, ya que así se iban algunos mosquitos y quizá la amenaza de dengue. Muy contento, el muchacho me dio la mano y me dijo: “Ahora vuelvo, es que aún no desayuné”. Eran las 9 de la mañana en la cálida Asunción. Diez minutos después, apareció Sergio con un niño de la mano, era Ariel, su hijo de 5 años.
“¿Y este mita’i?”, le pregunté. Sergio, sonriente y nervioso me contó que era su hijo, no tenía con quién quedarse y además, amaba ayudarle en los trabajos que hacía. Yo los dejé, y mientras encendía el motor del auto, veía al joven papá enseñarle al niño cada cosa de su oficio. Mientras Sergio cortaba el pasto, el pequeño Ariel limpiaba y metía en un costal los residuos. Era una hermosa escena de padre e hijo que se ganaban la vida, sin poder, quizá, protegerse del dengue, si no fuese porque andaban protegidos con unas bolsas de plástico en los brazos.
En el camino, se me vino a la mente la figura de san José con Jesús, ambos hombres trabajadores en Nazaret. Se me venía a la imaginación José, con Jesús de la mano, buscando trabajo quizá fuera de Nazaret, enseñándole al Salvador la manera de ganarse el pan de cada día, con el que Dios los bendecía. En aquel entonces, los hijos heredaban los oficios de sus padres y Jesús, seguramente, heredó el oficio de José, quien, por adopción le dio el linaje de David (Mt ). Qué bella e importante responsabilidad la de los padres de enseñar a sus hijos el arte de ganarse la vida, de esforzarse para llevar el pan a la mesa de sus hogares, el arte de apreciar que todo lo que vale cuesta.
Al volver a casa, el jardín estaba reluciente, muy bonito, sin duda un trabajo bien hecho. Sonreí al ver que Arielito se había olvidado un carrito de madera que su padre le había hecho, y llamé a Sergio para decirle que venga por él y de paso le pagaba sus servicios.
Miré nuevamente la imagen de san José en aquel joven paraguayo, que con responsabilidad y alegría se hacía cargo de su hijo, le enseñaba el valor del trabajo, de ser un futuro honrado ciudadano.
¡Bendito seas san José! ¡Benditos sean los buenos padres del Paraguay!